"ALJIBE QUEBRADO"
Ninguno de los cuatro había esperado un cambio tan radical en la ruta de ese día de octubre, el 31.
Rético había decidido hacer el viaje cuando al salir de su tintero la última gota vio el trazo de su pluma detenido en la palabra Hécate. Ahora temblaba de frío al borde del precipicio de Veredas Blancas; en un promontorio, acorralado por los perros y teniendo ya a la vista las cuevas de Gorafe.
Hécate lanzó su antorcha a los pies de Rético y mandó callar a los cachorros: “Dame razones para aplazar tu muerte o te quedará de vida solo el tiempo que tarde el hacho en apagarse, ¡habla!
Rético inspiró aire para poder expresar con serenidad lo que le había ocurrido: en realidad el no debía estar ahí; todo había empezado por un equívoco en un cruce de caminos. En Aljibe Quebrado se había encontrado con otro viajero, con el que había compartido mesa en la taberna. Este, de nombre Eurrítmico, le había confundido al decirle que ahorraría tiempo para llegar a Gorafe por la cuesta de
Hécate chasqueó los dedos y los cachorros se alejaron un paso de Rético; comenzaron a ladrar tan alto que sus palabras se perdían y confundían entre los ladridos.
El hacho permanecía encendido, aunque su llama se debilitaba; era evidente que, con el frío que hacía, en muy poco tiempo sólo sería un pequeño manojo de brasas de esparto.
Con otro chasquido los perros se retiraron un paso más y dejaron de ladrar. “No sigas por ese camino, dijo Hécate; sabes que esta noche nadie se pierde; sabes muy bien que si has llegado esta noche hasta aquí, ha sido porque tu destino te obligaba a cumplir la cita que tenías conmigo. Yo asistí a tu nacimiento como comadrona y con este cuchillo corté tu cordón umbilical”; y vio cómo Hécate sacaba de entre los pliegues de su vestido negro un cuchillo de sílex con mango de asta de ciervo mientras que le seguía hablando, “ahora en esta noche que puede ser la última para ti, dame una buena razón de tu anticipación y podrás salvar tu vida”. Rético volvió a inspirar suavemente y dijo: “Te has enterado de que mi maestro Copérnico ha encontrado que no es
Entonces Rético vio aparecer a sus pies, en el suelo, finísimas grietas del grosor de un cabello, pero que en el lugar donde estaban los perros alcanzaban ya la anchura de un dedo. Aislaban porciones de tierra y entre ellas se veía una luz azulada parecida a la del azufre ardiente. Cerca de los pies de Hécate las placas se parecían a las del caparazón de las tortugas y sus grietas a suturas craneales. La luz que surgía ahora tenía una tonalidad anaranjada y cambiaba de intensidad y brillo. De las suturas empezaron a salir salamandras que se acercaron lentamente a los pies de Hécate. La piel se les iluminaba con un verde metálico, todas parecían temer la proximidad de Hécate: al llegar a un palmo de sus pies, daban un salto hacia atrás y corrían hacia el hacho que se encontraba ya casi apagado. Rético podía ver que las salamandras abrían la boca y lamían con su lengua las brasas del esparto; cegado por el brillo que tomaban cerró los ojos. Comprendió que las salamandras abrevaban fuego terrenal y que el hacho ardía más intensamente con fuego espiritual.
Empezaba a nevar. Inspiró suavemente y se fue borrando de su visión el horizonte montañoso; poco después ya no estaban ni los perros ni las salamandras; la luz de las grietas se hacía cada vez más tenue y los surcos eran sustituidos por costras, que recordaban a una red de cordones de alabastro. Sólo persistía en su mente la imagen del hacho y la voz de Hécate que le decía: “Como ves ya has muerto. No hay viaje ni caída. Ahora abriré tu pecho para introducir el fuego espiritual en él.”
Abrió los ojos. Estaba en Veredas blancas, a su lado se encontraba una hermosa mujer con melena larga y negra. La llamó Ligeia y ella se puso delante de él, cara a cara, a menos de un palmo. La luz que salía del pecho de Rético iluminaba perfectamente el rostro y el cuerpo de Ligeia. Cada vez que Rético exhalaba el aire, Ligeia inhalaba el que le llegaba de la nariz de él. Rético oyó su voz: “No te extrañes”. Y luego, como seguía diciéndole: El número de tus revoluciones ha llegado a su termino; he de preparar tu mortaja de este mundo. Esta noche la pasarás envuelto en telas de seda que yo misma tejí. Me acompañarás a uno de estos sepulcros donde permanecerás tumbado boca arriba. Cuando el fuego que Hécate te ha regalado se calme y acomode a tu cuerpo, yo te cambiaré las sedas por Yliaster; crisalidarás y el Yliaster formará las membranas que aislaran los órganos de tu nuevo cuerpo. Sígueme.”
Rético la siguió hasta las cuevas de
Hécate apareció con una yegua blanca. Entre las dos echaron a lomos de la yegua el cuerpo amortajado de Rético e iniciaron el camino. Al llegar bajo los Algarves los primeros rayos de sol iluminaban el Mencal y los copos de nieve tomaban una tonalidad anaranjada. Hécate gritó: ¡Berenice traemos una de tus yeguas perdidas!
Berenice se asomó desde los Algarves “¿Qué es ese fardo que trae la yegua?” “Es Rético que quiere hablar con su cuerpo. Déjalo bajar”, pidió Hecate. Berenice lanzó la escalera al vacío y Rético comenzó a bajar mirando hacia arriba los ojos ofídicos de Berenice, que le sostenía la mirada como si de un hilo de vida se tratara.
Berenice cerró los ojos y Rético soltó las manos de la escala con un impulso que hizo que se despegase de la pared, y lanzó al aire su cuerpo que se arqueó; cuando su cabeza estuvo más baja que su cadera, sus piernas se abrieron en el aire. Rético caía en barrena arremolinando los copos de nieve. Cuando Berenice abrió los ojos, Hécate y Ligeia se alejaban cada una con un cuerpo al hombro. Dejaba de nevar. Detrás de Hécate un reguero de sangre iba profundizando en la nieve. Rético sintió frío.
Levantó la cabeza de la mesa, vio la pluma en su mano y miró el último renglón que había escrito, la última palabra con tinta roja era Hécate.
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