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CUENTO GINKGO

GINKGO

Si el impulso de abrazar a un árbol ha brotado alguna vez desde lo más profundo, os invitamos a leer con esta luna llena este relato, de Rosario Reca Riobóo. Ginkgo, para los amantes de los árboles, y especialmente a Julia.

 

 

 

 

 

"GINKGO"            

¡Dim-Dom! ¡Dim-Dom!

 

- ¡La puerta!

 

¡Dim-Dom!

 

- ¡Niño, la puerta!

 

- Ve tú, mamá, que yo tengo la mano escayolada.

 

- Pues abre con la que no lo está. ¡Espabila! Parece que estás escayolado entero. Todo el día tumbado en el sofá. Además, para darle al mando del Controla-Mentes no estás impedido.

 

Maldiciendo su perra suerte y murmurando una retahíla de palabrotas se encaminó a abrir la puerta de la casa, arrastrando los pies como si éstos lo llevaran al cadalso.

 

- ¡Hola tío!

 

- Hoolaaa...

 

- ¡Hola lisiado! - dijo otro amigo -, ¿te vienes un rato al parque?

 

- Nooo. No séee... Es que con esta cosa en la mano...

 

- Venga tío, ¿por veinte centímetros de escayola te vas a quedar todo el fin de semana encerrado?

 

Desde la cocina la voz de la madre se hizo oír:

 

- Llevároslo un rato a la calle. Que le dé el aire, a ver si espabila. ¡Me tiene harta! Toda una semana lloriqueando por los rincones, desde que su bici se encabritó y lo tiró al suelo, elevando el pequeño accidente a gran problema mundial.

 

Por el amplio acerado los amigos montaban sus bicicletas girando delante y detrás del apesadumbrado colega. Llegaron aun parque cercano y le faltó tiempo para acomodarse en un banco. Los chicos pedaleaban veloces por el sendero de arena haciendo carreras, sorteando palomas, y niños pequeños. Los rayos del Sol jugaban a filtrarse entre las hojas, semejantes a pequeños abanicos, de un árbol que daba sombra al banco donde el de la escayola y su mente divagaban. La cara de amargado se le fue relajando, sus ojos, tras unas gafas alargadas y aerodinámicas, miraban los altos chorros de agua que una fuente cercana lanzaba al aire. Las partículas húmedas se descomponían en colores de arco iris acaparando la atención del joven por completo. Una explosión de colores que se movían con la brisa inundó sus pupilas. ¡Cuántas flores! Ahora se detuvo en la contemplación de un arbusto que arqueaba sus finas ramas cargadas de hojas verdes y una especie de racimos formados por multitud de florecillas apretadas unas contra otras de color morado clarito. Se inclinó a oler su dulce fragancia. ¿Cómo se llamarían? Se dio cuenta de que aparte de las rosas y los geranios no sabía el nombre de ninguna otra flor.

 

Nunca había visto tanta belleza. Parecía magia. La conciencia de la hermosa armonía de la naturaleza, de un segundo para otro, estalló dentro de él. ¿Siempre estuvo aquello delante de sus narices? No podía ser, con lo listo que era se hubiese dado cuenta. Seguro que era algo que acababa de producirse en ese preciso instante.

 

Una flexible rama del árbol que lo cobijaba bajo su sombra desprendió una verde hoja que, justamente le cayó encima de su cabezota. Esperó a que siguiera resbalando hasta caer al suelo, pero como no lo hizo, se la sacudió de un hábil manotazo, con la mano que no estaba escayolada, por supuesto. Después cayó otra, y otra, y otra más. Mosqueado levantó sus escondidos ojos tras los cristales ahumados al árbol y pidió explicaciones:

 

- ¿Qué pasa contigo, eh?

 

- ¿Y contigo?

 

Se removió en el asiento apartando mentalmente la voz arbolada. Imposible. Los árboles no hablan. Los mágicos colores del agua dibujaron en el aire una sonrisa. ¿Se burlaban de él? Dos gorrioncillos revolotearon juguetones alrededor suyo persiguiendo a una guapa mariposa. Un seto de alhelíes cercano, le lanzaba perfume cual bote de spray. Recogió sus largas piernas salpicadas de pelos que escondía bajo pantalones anchotes y acampanados, estiró su torso cubierto por una camiseta guay adornada con una calavera. Su labio superior, con incipientes pelillos, le tembló.

 

Algo pasaba. Estaba seguro. La mano escayolada quiso apartar un mechón, de su más bien pringoso pelo, que se había escapado de la goma que sujetaba en su cogote una raquítica coleta y, claro, como el tacto no era el correcto, se golpeó la nariz.

 

- Contesta, chaval.

 

Se estiró un poco más en el asiento de hierro forjado, deslizó las gafas hacia la punta de la nariz y sus ojos algo cautelosos, miraron a un lado y a otro, e irremediablemente al árbol.

 

- Sí, yo soy el que te habla.

 

- Pu... pu pu... pues no lo entiendo.

 

- Yo te entiendo a ti, así que por la misma regla de tres podrías entenderme a mí.

 

El árbol se lo estaba pasando en grande contemplando la cara de extraterrestre del adolescente y siguió metiendo baza:

 

- ¿Vives en este Planeta?

 

- ¿Qué?¿Cómo? Ah... Síii...

 

- Yo también.

 

- ¿Y desde cuándo?

 

- Desde hace unos 250 millones de años.

 

- ¡Qué barbaridad! Pero no era eso lo que preguntaba, quería decir que desde cuando hablas.

 

- Desde siempre. Como tu especie y cualquier otra. Son vibraciones, todo se reduce a eso. Los sonidos son vibraciones, los colores son vibraciones, absolutamente todo. Inclusive aunque no se hable, se puede captar lo que se piensa. Por ejemplo, sin ir más lejos, yo sé lo que pasaba por tu mente mientras mirabas embobado el agua de la fuente.

 

El joven encogió los ojos, frunció el entrecejo, se volvió agolpear con la escayola al apartar el mechón rebelde, se puso de pie e inició la marcha. La huida más bien, según pensaba el árbol.

 

- ¿Ya te vas?

 

-¡Sí!

 

- Qué chico más aburrido. Con otros he mantenido interesantes conversaciones.

 

- ¡Seguro! ¿Y de qué hablabais? - dijo el chico con aires de sorna.

 

- De todo.

 

- Eso no es una respuesta.

 

- Específico: Del tiempo, de...

 

- Muy socorrido lo del tiempo.

 

- Un momento, un momento, del tiempo que hace que estáis volviendo loco al clima.

 

De deportes, de guerras, de...

 

- Vale, vale.

 

El muchacho se quedó parado, absolutamente desconcertado. No se atrevía a dar la vuelta y encararse al árbol. Se quedó tan quieto y con un pie adelantado, que parecía una estatua.

 

- Psss, psss. Oye, chico no te vayas, vuelve y siéntate. Charla un rato conmigo, ¿no?

 

Sacudió la cabeza, queriendo reaccionar, intentando apartar de su cabeza la voz que oía, preguntándose si se habría vuelto loco, si la escayola tendría algo que ver con todo aquello, si lo que comió a mediodía le habría sentado mal, si se lo contaba a sus amigos, o mejor no comentaba nada a nadie, si era una alucinación, o si no lo era.

 

A sus oídos llegaron unas risas y se percató de que unas chicas lo miraban y se carcajeaban. Se sintió ridículo, seguro de que se reían de él.

 

No estaba descaminado en la suposición. Su aspecto era patético y efectivamente las dos jóvenes que lo observaban, se reían de él.

 

- ¡Pasmarote! - le gritó sin miramientos una de las chicas.

 

- ¡Fea! - contestó lleno de rabia.

 

- Tú estás tonto. Quítate las gafas y mira bien, son guapísimas las dos.

 

La voz se oyó a sus espaldas, mucho se temía que era nuevamente el árbol. Se volvió colérico, gesticulando y hablándole al vegetal aquel, pero casi a la vez giró sobre sus talones dispuesto a encararse a las intrusas que se morían de la risa y le hacía gestos moviendo el dedo índice en la sien.

 

Las lágrimas se asomaron a sus ojos de la impotencia que lo embargaba. Las reprimió dando un puntapié a una piedrecilla que justamente fue a estrellarse contra el tronco del parlanchín árbol.

 

- ¡Ay! - gritó la piedra.

 

- Eso digo yo, ¡ay! - contestó el árbol.

 

No estaba chiflado, la piedra y el árbol hablaban, pensó. Su madre era la culpable de todo, siguió pensando, si no lo hubiese obligado a salir... La voz interrumpió los pensamientos del chico.

 

- Las piedras también sienten, son seres que como tú y como yo, vibran. Ese dicho que utilizáis los humanos de "yo no soy de piedra", es un completo error.

 

- No haces nada más que agobiarme y aturdirme, ¡calla de una vez!

 

- No es esa mi intención, además te recuerdo que tú me hablaste primero a mí. Lo que quiero es que seas mi amigo. Ven acércate, abraza mi tronco y siente mi energía. Te doy permiso.

 

- Pero bueno, ¿qué dices? Abrazarte... Permiso... Vamos, vamos... Yo no debo estar muy cuerdo, pero tú estás loco de remate. Abrazarte...

 

El locuaz árbol se quedó callado un momento, con sentimiento de culpabilidad por lo desconcertado que el muchacho se encontraba.

 

- Bueno no me abraces, pero siéntate en el césped y apoya tu espalda contra mí. Ven, que te voy a contar mi historia. Yo no tengo 250 millones de años, tengo exactamente 23 años.

 

- ¡Ves como eres un mentiroso! - interrumpió el chaval a la vez que se acomodaba sentándose en el suelo junto al tronco del árbol, eso sí, sin reclinar la espalda sobre él.

 

- No, hombre, lo que quiero decir es que mi especie existe desde hace esos años. Darwin dijo que mi especie es un fósil viviente. Sabes quién es Darwin, ¿no?

 

- Psss... más o menos.

 

- Bueno, como te decía, mis parientes de la antigüedad existían muchísimo antes que los seres humanos y antes aún que los mamíferos. Así que como estoy seguro de que a pesar de todo eres un chaval inteligente, te puedes hacer una idea de los secretos y sabiduría que guardamos.

 

El árbol se quedó callado observando al joven. Éste al ver que no seguía parloteando dijo:

 

- Qué, eso es todo, venga, a ver esa sabiduría, cuenta algo interesante, tío. ¡Ah, y por cierto, además de árbol tendrás otro nombre, porque como soy tan listo sé que hay árboles encinas, árboles-castaños, árboles-cipreses, árboles-palme...

 

- Vale, vale. Me llamo ginkgo.

 

- ¿Cómo?

 

- GINKGO, con una k de kilo entre la N y la G - y deletreó: - G-I-N-K-G-O.

 

- ¡Jo!, qué nombre tan raro. ¿Note lo estás inventando?

 

- No. Me llamo ginkgo y mi nombre completo es: GINKGO BILOBA. ¿Y tú, cómo te llamas?

 

El muchachote titubeó un instante y finalmente pronunció su nombre:

 

- Onofre.

 

-Ja, ja, ja, Onofre...

 

- ¿Qué pasa?

 

- Nada hombre, perdona, que me ha hecho gracia. Yo tendré un nombre raro, pero el tuyo no se queda atrás. Pero me gusta, es original. Te da un toque diferente. Y dime, ¿cuántos años tienes?

 

- Doce. Aunque mis antepasados llevan aquí unos cuantos millones de años también -contestó con tono de desafío.

 

- Bueno, muy bien, lleváis tanto tiempo que habéis olvidado costumbres ancestrales, habéis evolucionado mucho materialmente, pero se os ha perdido por el camino la verdadera sabiduría. Os creéis los reyes del Planeta y menospreciáis a animales, vegetales y minerales, incluso a congéneres, sólo sacáis provecho a costa del mal trato y de sobre explotar.

 

- Oye que yo no he hecho nada.

 

- Tus semejantes, sí. Y tú también, ¿o acaso te ocupas de reciclar basuras, de no desperdiciar el papel, de usar tejidos sin fibras sintéticas, de no despilfarrar los alimentos, la electricidad y el gas, de escuchar el S.O.S. que grita la Tierra?

 

- De acuerdo, de acuerdo, sé lo que me vas a decir, lo mismo que mi madre: que de todos es responsabilidad el cuidado del planeta, que entre unos y otros tenemos la Capa-de-

 

Ozono que da pena verla, los bosques agonizando, los ríos contaminados, y etc. etc.

 

- Ya que sabes todo eso, colabora, que me parece que no haces mucho por remediar los despropósitos que día a día cometéis la raza humana.

 

- Bueno, y a ti qué te importa.

 

- Me importa mucho y a ti también debiera preocuparte. Todo lo que ocurre en cualquier punto del planeta Tierra nos afecta a todos, ya sea para bien o para mal. Pero bueno, no discutamos con agresividad. Esa es una actitud que hay que desterrar, la violencia no trae nada bueno. Sigamos. Ya que sabemos cómo nos llamamos y cuantos años tenemos, conversemos amigablemente, como vecinos que habitamos en el mismo mundo. ¿Amigos?

 

- Vale tío, amigos.

 

- ¿Sabes una cosa, amigo Onofre?

 

- Qué cosa.

 

- Que me gusta tu pendiente.

 

- A mi madre, no.

 

- Ya, están los mayores un poco histéricos con eso de que os agujeréis las orejas y la nariz. Te diré una cosa, ¿sabes por qué los piratas se abrían agujeros en las orejas? Porque agudiza la vista. Bueno, a lo nuestro, despierta las neuronas y escucha, que te voy a contar el secreto de nuestra antigüedad, de la inmortalidad, para ser más concretos, en este Planeta.

 

Contó que en el año 1945, cuando tiraron la bomba atómica sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki quemándolo todo, aniquilando la vida y esparciendo radiactividad, meses más tarde, en Primavera, surgió entre las cenizas un retoño de ginkgo. Ese brote tiene ahora más de 16 metros de altura y los hijos de éste se han plantado en parques de Tokio, Paris, Nueva York... del mundo entero porque es considerado emblema de Esperanza y de Paz. Seguro que de recordatorio también, apuntilló.

 

Hizo una pausa, seguramente recordando aquella masacre y siguió su relato:

 

- Los ginkgos somos poco exigentes, tolerantes y nos adaptamos a los diferentes climas, somos austeros y cada temporada nos renovamos por completo. Nos tomamos la vida con tranquilidad, así que necesitamos 30 años para crecer 10 metros. Nuestra resistencia a todo tipo de desastres a sobrevivido a los dinosaurios y a las glaciaciones. Nuestras hojas, como verás, son inconfundibles. Parecen mariposas o abanicos pequeñitos de un color verde claro e intenso. En China nos llaman el "árbol del abuelo y del nieto", porque al tener una progresión tan lenta los frutos no los comen los que los plantan, sino las siguientes generaciones. Pero esto es para los que dan frutos. Los que ahora siembran en los parques y jardines somos de viveros y no tenemos fruto; somos machos.

 

El narrador arbolado comprobó que su nuevo amigo escuchaba con las orejas bien atentas y continuó:

 

- El ginkgo puede llegar a tener 2 metros de diámetro en su tronco y a veces mucho más, y vivir despreocupadamente varios siglos. En Japón y en China tengo algunos hermanos con más de 40 metros de altura y unos 4.000 años de edad. Pero el más famoso de todos está en Corea y presume de tener 17 metros de circunferencia.

 

- ¿No me estarás contando un cuento chino? - interrumpió Onofre el relato del árbol, a la vez que dejó reposar su espina dorsal en el parlanchín y acogedor ginkgo.

 

- Bueno, casi, porque fue en China hace miles de años, donde nos protegieron cuando prácticamente estábamos a punto de desaparecer. Los orientales, que son muy sabios, nos consideraron árbol sagrado y nos plantaron junto a los templos. Por nuestra singular característica de estar separados la parte femenina y la masculina en diferentes pies lo consideran un ejemplo vivo del YIN y del YAN.

 

- ¿Qué es eso del YIN y del YAN?

 

- Es el equilibrio, la armonía. ¿No has leído el TAO? No, claro, qué tontería pregunto. Otro día te lo explico. Porque supongo que vendrás de vez en cuando a conversar conmigo, ¿no?

 

- Ya veremos - contestó el niño interesado por la historia que le contaba, pero disimulando un poco.

 

- Bien, sigo, no sólo por eso que te decía se interesaron en nosotros, había otras razones: propiedades medicinales y frutos comestibles. Nuestras hojas, además de que en épocas remotas las utilizaron como billetes, o sea, como dinero, desprenden propiedades insecticidas, por lo que las plagas no nos atacan y los insectos tampoco. Somos resistentes al fuego, y por eso en algunos países nos aprovechan como barreras antiincendios, de cortafuegos. Nuestra madera es dura pero fácil de trabajar con ella. Hacen mesas, esculturas, y cuencos para comer y beber té. Y asómbrate, chaval, los chinos machacaban el fruto y lo utilizaban para lavar la ropa, vamos, de detergente. ¿Qué te parece?

 

- ¿Cómo?¿ Dinero has dicho? Tú desvarías.

 

- No. Y no hemos sido los únicos, la maca también fue utilizada como moneda de cambio.

 

Onofre colocó sus gafas rockeras encima de la cabeza, que además de sujetar el mechón rebelde, le permitió restregarse los ojos fácilmente. Sentía adormecimiento y pensaba que todo era una ensoñación. El ginkgo siguió hablando pero el chico apenas lo oía, el sopor se apoderó de él sumergiéndose en un profundo sueño, que tan sólo le duró unos pocos minutos. Sus amigos derraparon con las bicis junto al árbol, sobresaltándolo y llenándolo de briznas de hierba.

 

Se puso de pie en un salto y lanzó una mirada poco amistosa a los dos ciclistas.

 

- ¡Imbéciles!

 

- ¿Qué pasa? Estás inaguantable desde lo de la escayola. Nos hemos acercado porque creemos que te pasa algo, tienes una pinta muy rara y además estabas hablando solo – aclaró uno de los amigos.

 

- ¡Yo no hablo solo!

 

- Anda que no, hablabas y gesticulabas.

 

- Onofre miró de reojo al ginkgo, le hubiera gustado que saliese en su defensa, o compartir con sus amigos la experiencia, pero no se atrevió. Además, a decir verdad, en ese preciso instante no tenía muy claro si había sido sólo ensoñación, sueño o realidad. Los profesores y su madre le decían: 4íNiño, siempre estás en las nubes", igual llevaban razón. Ya no estaba seguro de nada.

 

Sumido en sus pensamientos no se dio cuenta de que sus compañeros se largaban nuevamente levantando polvareda por el camino de arena y persiguiendo palomas, que escapaban rápidas a refugiarse entre las flores de los arriates o a esconderse en sus casitas de madera que los jardineros municipales tenían instaladas en lugares estratégicos del parque.

 

- ¡Monstruo, quítate de en medio! - gritó uno de los ciclistas a un bebé que practicaba sus primeros pasos.

 

Los padres del niñito corrieron a socorrerlo y recriminaron a los mozalbetes, amenazando con llamar a un guardia. El bebé en su corta vida había visto muchas cosas de esta dimensión y de otras, pero nunca dos ejemplares tan raros, con las gorras al revés, cristales negros que les llegaban a las orejas y en lugar de piernas, ruedas.

 

Onofre cruzó el brazo escayolado y el otro sobre el tronco del árbol e inclinó su confusa cabeza sobre ellos. Antes, cuando apoyaba la espalda sobre él, le pareció notar algo. Ahora estaba seguro; unos latidos que salían de la madera traspasaban su piel.

 

Poco a poco fue extendiendo sus brazos que terminaron por abrazar a su amigo el ginkgo, porque ya estaba seguro de que no era un cuento lo que le había contado y lo que sentía por todo su cuerpo debía ser la energía que le obsequiaba, así que lo consideró sin más titubeos su amigo.

 

Perdió la conciencia del tiempo que llevaba abrazado al árbol. Levantó la cabeza elevando la mirada hacia el verdor de las hojas. Emitió una débil tos y con palabras entrecortadas dijo:

 

- Gra... Gracias... es un alucine.

 

- No hay de qué, hombre. Ya sabes, cuando estés cansado corre a buscar un hermano árbol y abrázate a él, pero eso sí, antes se debe pedir permiso, y después dar las gracias, como intuitivamente tú has hecho conmigo. Además de abrazarnos puedes hacerlo también de otra forma: apoyas la espalda en el tronco, la mano izquierda abierta la giras un poco hacia atrás tocando con la palma el tronco, la palma de la derecha abierta sobre el plexo solar, los pies descalzos, en contacto con la tierra. Se debe permanecer en esta posición al menos cinco minutos. Es como una transfusión, pero en vez de sangre, de energía.

 

- El solar, ¿qué?

 

- El plexo solar.

 

- ¿Y eso tan raro qué es?

 

- ¡Que estamos en el siglo XXI! Toma el tren de la Nueva Era. El plexo solar está localizado en la parte superior del ombligo y por debajo del pecho, por lo tanto es en ese lugar donde se ha de colocar la mano. Veo que desconoces muchas cosas, pero no quieras aprenderlo todo en el mismo día, ya iré contestando a tus sacos de interrogantes poco a poco, en sucesivos encuentros, ¿te parece?

 

- Mejor, sí, porque estoy a tope con el entendimiento.

 

- Lo sé, te salen chirivitas por la frente.

 

- ¿Cómo?

 

- Nada, nada. Esto es mejor que una peli de ciencia-ficción. ¿No crees?

 

- Bueno... Bien, ¿qué me contabas cuando llegaron interrumpiendo mis coleguis? Ah, sí, ya me acuerdo, lo del detergente, que supongo que será biodegradable, ¿no? - con marcada intención preguntó.

 

- Cuando te quedaste dormido, que fue antes de que llegaran tus amigos, te iba a hablar de las propiedades medicinales que nos hacen tan valiosos. El hombre ha plantado grandes extensiones de ginkgos solamente con la intención terapéutica. Hace unos años, muchos para ti y poquísimos para mí, hicieron un estudio llegando ala conclusión de que en algunos países de Europa era la planta que más recetaban los galenos...

 

- ¿Los qué?

 

- Los médicos, los facultativos. Andamos cortitos de vocabulario, ¿eh?

 

- Sigue, sigue... - se apresuró a decir para disimular en lo posible sus deficiencias de Lengua (que aquel trimestre la llevaba bastante mal) -, para qué servís.

 

- Para un montón de cosas, como mejorar la memoria, agudizar la vista, controlar los mareos, porque facilitamos el riego sanguíneo, reducimos el riesgo de infartos, y bueno, otras muchas ventajas. Somos muy útiles -. Terminó diciendo el ginkgo con orgullo y satisfacción.

 

- ¡Caray! ¿Y más virtudes aún?

 

- Sí, yate digo, y totalmente naturales, sin química.

 

Se quedaron callados, navegando en sus pensamientos.

 

- ¡Ono, Onofri! - gritaron sus amigos - Venga, vámonos ya que tenemos que ir a dejar las bicis y con lo lento que eres, llegaremos tarde al cine.

 

- Bueno, amigo - dijo con ternura el árbol -, espero verte pronto. ¿Qué película vais a ver?

 

- No sé, una de tiros seguramente.

 

- Los humanos siempre andáis a tiros, así os va. No aprendéis; la violencia no engendra nada más que violencia. Os manejan como marionetas, os la siembran desde pequeños Los-Poderosos-Guerreros-del-Mundo para que sus Negocios-Bélicos no estén en números rojos. ¿Sabes lo que significa tu nombre?

 

- Yo qué sé - contestó elevando sus hombros.

 

- Onofre es un nombre de origen egipcio, y traducido al cristiano significa "El que da la Paz".

 

- Pareces una enciclopedia, tío, además de una fábrica de abanicos - dijo con cariño burlonamente.

 

- De abaniquillos mariposados. Adiós, chaval.

 

- Adiós, hasta pronto.

 

- ¡Venga!, oes que te pesa la escayola, aligera - vociferó uno de los amigotes.

 

- ¿Qué vamos, a una peli de guerra?

 

- ¡Claro!

 

- Pues yo no voy, me quedo en mi casa.

 

- Este tío es tonto, no te digo...

 

Onofre caminaba despacio, en su cabeza flotaba una especie de dulce mareo y en sus labios una sonrisa. Se sentía el joven más viejo del mundo; toda la sabiduría del ginkgo se la había traspasado.

 

ROSARIO RECA

 

Septiembre 2002

 

  

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