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CUENTO 7

Medina Cuentos redimensionada

“Sabed amigos que estas cuevas son dobles y simétricas y que el autómata os ha confundido para que eligieseis como camino de regreso la salida opuesta a la de vuestro mundo.” 

El libro del "Mutus Liber" y algunos autómatas como único legado de Juan de Montalbán, padre de Elvira, protagonista de este sorprendente cuento, han abierto en Face Retama el portal temporal a un mundo inverso. El lector podrá incluso imaginar escuchar la Música de las Esferas, como elemento clave para pasar de un mundo al otro, pero no podrá discernir con claridad en que lado de dichos mundos se encuentra al acabar la lectura de este cuento.    

 

 

"Face Retama"

            

            Para Elvira lo más importante era el silencio. La tarde anterior había extendido los paños de lino, a un palmo del suelo, sujetos mediante estacas de retama; en todo momento había seguido las instrucciones encontradas en el libro que tenía de su padre. Todo lo que debía hacer estaba dibujado en aquella lámina. Era su iniciación en Agricultura Celeste.

            Con veinte piezas de lino pensaba recoger suficiente rocío para llenar la redoma que poseía de antiguo. La operación debía ser limpia, solo rocío en la tela y, luego la exposición al sol, ya en la vasija, durante el menor tiempo posible. Por eso Elvira quería tenerlo todo preparado. Al amanecer se había recogido el pelo en trenzas para bañarse en el aljibe; mientras que ceñía su pelo, le había parecido oír voces humanas, pero decidió que eran irreales; creyó que se le escapaban de sí misma durante su habitual repaso de conciencia que para ella ya se había vuelto rutinario y a veces sonoro, después de tanto tiempo de retiro en soledad.

            Mientras se secaba al sol pudo distinguir un rebaño que se movía lentamente en la Solana del Zamborino. El poco polvo que levantaban las ovejas le auguraba éxito en la recogida de rocío, que durante aquella noche se había concentrado en Face Retama. La primera parte de la operación el solve, podría verse culminada, pues parecía que nada lo impediría.

            Cuando estuvo completamente seca, inició la recogida de las piezas de lino. Empezó por las más alejadas del olivo. En ningún momento el lino debía tocar tierra antes de ser exprimido Debía prender en un único intento dos de las puntas y con una maniobra rápida enrollar el paño sobre sí mismo y echárselo al hombro. Calculaba que podría repetir esta operación hasta acumular seis o siete piezas sobre los hombros, y llevarlas al olivo para operar la primera tanda.

            Se encontraba dispuesta ya para retorcer estos primeros paños. Ató las puntas de la primera pieza, y quedó echa un rosco que colocó entre el tronco del olivo y una de las ramas principales. Continuó con el resto hasta formar una cadena de lienzos atados y conectados unos con otros en forma de ochos. La cadena terminaba en una estaca de retama clavada en el suelo. Había logrado recoger siete que se arqueaban por el peso del rocío que ya empezaba a gotear dentro de la redoma. Las primeras gotas que chocaron con el fondo produjeron un sonido casi metálico, como repetidos toques de una baqueta sobre un gong. Conforme Elvira retorcía la cadena, el sonido se hacía más y más agudo. Cuando por más que ella giraba la cadena, haciendo palanca con la estaca de retama, no dio ni una gota más, el silencio volvió a dominarlo todo.

            Aquellos lienzos estaban agotados y solo un dedo de rocío llenaba la redoma.

            Al prepararse para deshacer el engarce, volvió a oír las voces que había creído suyas. Pero ahora no tenía ninguna duda; eran de otra gente, personas que no conocía y que estaban subiendo por la rambla del Ovel. Todo su sosiego empezó a quebrarse, podía oír sus propias palabras entremezcladas con las extrañas, “¿quiénes serán?¿irían de paso?¿tendré que interrumpir el trabajo y dar explicaciones?”. Pese a todo continuó con su labor; recogió los lienzos exprimidos, los llevó al laboratorio, y volvió a salir de la cueva dispuesta para aprovechar las rodas que le quedaban. Al llegar junto a ellas, vio que dos hombres con aspecto de peregrinos se acercaban. Se puso firme, y adoptó su pose hierática: giró su mirada al lado opuesto del camino del Ovel. Cuando percibió que estaban cerca de ella, les advirtió: “soy Elvira, gimnosofista y eremita de Face Retama. He perdido la costumbre del trato con humanos. Os miraré cuando con vuestras palabras me asegure de que vuestra visita es totalmente azarosa; que estáis de paso y que no estaréis aquí más tiempo que el necesario para reponer fuerzas. Hablad ahora”. Tomó la palabra el que parecía mayor, “mi nombre es Abraham Zacuto, soy astrónomo y profesor de matemáticas en la universidad de Salamanca; hace una semana que una tormenta asustó las mulas que trasportaban mi equipaje y me he visto obligado a pedir auxilio por estos caminos. Voy hacia Cartagena y espero estar antes de un mes en Damasco; he hecho descubrimientos que quiero compartir con mis colegas de Persia”. Tras estas palabras hizo un gesto con la barbilla a su compañero indicándole que era su turno. “Mi nombre es Rético –declaró-, soy también matemático; hace tiempo que vago por la comarca sin cuerpo definido. He podido juntar algunos jirones de lana y lino de manera que pudiesen aparentar un cuerpo humano hasta que pueda recuperar el mío. Me encontré con Zacuto en Almidar y como no parecía asustarse de mi aspecto y andaba perdido, me ofrecí a ayudarlo a cruzar los desiertos de Gorafe; a cambio él me ha prometido que me desvelará su teoría sobre la música de las esferas”.        

            Elvira al oír esto sintió una gran conmoción, conocía muy bien esas palabras: “música de las esferas” aparecía varias veces en los escritos de su padre y además, estaban grabadas en la puerta que daba entrada a la habitación de los autómatas.

            El sol se había alzado más de lo establecido y un ligero viento del oeste mecía las espigas del esparto. Elvira desistió ya de las operaciones de la Obra y se la oía quejarse: “me encontraba culminando la recogida de rocío cuando escuché vuestras voces. Ahora vuestra inoportuna llegada retrasará un año la obtención de oro transmutado para liberar a mi padre, que tiene preso el Dogo de Venecia; esperad aquí, he de vestirme para la ocasión”. Se dirigió hacia una de las cuevas. Ni Zacuto ni Rético habían logrado ver a Elvira de frente. Al salir de nuevo apareció vestida con una falda de seda que le llegaba a los tobillos y, tenía estampadas flores de todos los colores en la parte baja, el adorno iba reduciéndose a medida que se acercaba a la cintura. Vestía una blusa completamente lisa, de hilo de seda dorado, de mangas largas. Se había peinado la melena rubia detrás de los hombros y llevaba en las manos algo parecido a un libro. Cuando estuvo cerca de Zacuto sosteniendo el volumen con las dos manos se lo acercó a la cara con los brazos extendidos y mostrándole la portada. Zacuto pronunció en voz alta el título del libro, “Mutus Liber”; “este --aclaró Elvira-- es el libro que estaba escribiendo mi padre antes de ser encarcelado en las mazmorras de la Serenísima Republica de Venecia. Las láminas que encierra el libro y unos cuantos autómatas es todo lo que pude salvar en la huida desde Venecia hacia Génova; y luego hasta Adra. Ahora pensaba pagar su rescate con oro transmutado, pero lo habéis estropeado todo. Vosotros habéis interrumpido la obtención del rocío alquímico, que es el vitriolo de los sabios y el león verde de los filósofos. Mi padre sufrirá un año más por vuestra inesperada aparición”. Bajó los brazos y los cruzó para abrazar el libro sobre su pecho. En ese instante Zacuto pudo verle directamente la cara. Elvira, con pequeños movimientos de los párpados, arqueos asimétricos de la cejas y la elevación de la comisura de un lado de los labios, requería una respuesta de Zacuto. Éste reconoció en sus gestos una antigua inteligencia y decidió calibrar bien su explicación, así que volvió a hacer un giro rápido con la cabeza hacia Rético para que fuese este el que hablase. “Elvira, no os debe preocupar nada –dijo--, seguro que Zacuto puede desviarse en su viaje hacia Damasco para pasar por Venecia; allí podrá conseguir la libertad de tu padre a cambio de informar al Dogo de sus descubrimientos, de segura utilidad para la navegación de la flota Veneciana. Pero Zacuto dudaba: “sin la consulta y el apoyo de mis colegas de Damasco veo difícil demostrar la existencia de dos nuevos planetas, como pretendo; solo se me ocurre que viajemos los tres a Damasco e intentemos después el rescate”. Elvira, al presentir que la liberación de su padre se demoraría, quizá de manera irreparable, propuso otro plan: “venerable Zacuto y enigmático Rético, mi padre durante muchos años construyó orologios y autómatas, algunos de ellos yo misma los he visto montar y desmontar cuando nos preparábamos para los viajes. El último, diseñado y articulado con mucho esfuerzo, lo pude traer hasta aquí; reposa en la habitación que él expresamente me había indicado para albergarlo: tiene una forma especial y en su dintel está grabado en arcilla Música de las esferas”. Zacuto se impacientó al oír esto y exclamó: “no perdamos más tiempo vayamos a ver el autómata”. Entraron en la cueva, Elvira llevaba el candil en la mano, la seguía Zacuto y detrás iba Rético en su envoltura. Atravesaron varias habitaciones encaladas y vacías e hicieron algunos quiebros a derecha e izquierda hasta adentrarse en un espacio que parecía una cúpula. Elvira iluminó el techo y se pudo observar que en el centro colgaba de un hilo una esfera de vidrio, con mecanismos dorados en su interior. La esfera podría caber perfectamente en dos manos juntas. Bajo esta, en el suelo, había una semiesfera, tapada por un disco de vidrio a través del cual se veía que estaba hueca. Elvira comenzó a revelar todo aquello: “la esfera que cuelga es inaccesible, está herméticamente cerrada; la colgó de la cúpula mi padre siendo yo muy niña; me dijo que recogía el pulso del sol. La semiesfera de abajo, lo último por él construido, es la parte complementaria, yo misma he hecho la instalación, siguiendo las reglas que me dio en Venecia. Desconozco la forma de ponerla en marcha”. “No te preocupes entre Rético y yo encontraremos la manera” le aseguró Zacuto mientras que se aproximaba decididamente a la semiesfera para levantar el disco de cristal. Se vio que su pared era una delgadísima capa opaca no más gruesa que un cabello; en el interior, como se había entrevisto, no había más que el vacío. Zacuto la golpeó suavemente con el dedo corazón de su mano derecha y la semiesfera comenzó a emitir un sonido agudo, metálico y pulsante. Rético notaba como las madejas y trozos de hilo que formaban su cuerpo se reorganizaban y anudaban tomando ahora su figura un aspecto más humano; “gracias Zacuto –exclamó--, ahora ya solo falta que me proporcionéis la forma de recobrar sensaciones y sentimientos, y ya habré nacido para vosotros”.

            Zacuto seguía con su examen: puso el disco de cristal sobre la semiesfera. En ese instante dejó de oírse el pulso agudo y metálico. Rético cayó al suelo como si de una muñeca de trapo se tratase y quedó hecho un amasijo de hilos y de polvo. “Lo siento --dijo Zacuto-- algo he hecho mal; Elvira, por favor, tráeme el rocío que habías recogido esta mañana”. Elvira volvió enseguida con la redoma y se la dio. El astrónomo dejó caer una primera gota en el centro del vidrio: una esfera luminosa apareció y se oyó una nota musical: “esta por el sol --musitó Zacuto, y seguía-- ahora cuatro más por los planetas terrestres. Dejó caer las gotas a la vez que articulaba sus nombres “Mercurio, Venus, Tierra, Marte”; cada gota adquirió el aspecto de un planeta y comenzaron su giro alrededor del sol, al mismo tiempo emitían sonidos diferentes; “ahora los Jovianos, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno”. Cuatro gotas más del rocío de Elvira en el espacio hueco generaron sus pequeñas esferas y sus sonidos correspondientes. Zacuto continuaba ensimismado la plegaria y la aspersión: “ahora otras cuatro: una por Haumea, otra por Makemake, otra por Eris y otra por Plutón”. Nuevos cuerpos esféricos y sus notas musicales se sumaron en el movimiento de las órbitas. El disco recibía luz y todos los planetas giraban y emitían sus notas correspondientes.

            Zacuto, que casi había consumido su vida en el estudio del cielo y en la representación de los ritmos de los planetas, cayó desmayado al suelo y quedó inconsciente junto al montón de trapos que habían representado a Rético. Elvira en un rápido gesto con el que intentaba salvar el poco rocío que aún quedaba en la redoma, alcanzó a Zacuto en su desplome y pudo arrebatarle la preciada vasija de las manos para ponerla a salvo en el suelo, pero al hacerlo un reguero de rocío salió lanzado hacia el techo y fue a chocar con la esfera de cristal que pendía del hilo. La esfera comenzó a generar sonidos e inició un movimiento de giros en espiral sobre la semiesfera, mientras que el rocío resbalaba por su superficie. El vidrio reproducía al recibir estas gotas los satélites, asteroides y cometas del Sistema Solar: el universo estaba en el pentagrama.

            Elvira mojó un dedo en el rocío y lo puso bajo la lengua de Zacuto quien recobró al instante el conocimiento y con vehemencia le ordenó coger los trapos de Rético para tapar la esfera; la subiría a sus hombros para hacerlo, le advirtió. Elvira desarrolló con destreza lo pedido: al irse apagando lentamente la luz del autómata, fue disminuyendo la intensidad de los acordes nacidos al encontrarse las notas musicales de la semiesfera con las de la esfera. Después, la oscuridad y el silencio fueron uno.

            Entonces, Elvira volvió a pensar en la posibilidad de liberar a su padre; “ahora --le sugería al astrónomo-- que has oído la Música de las Esferas y que has visto con tus propios ojos los movimientos de planetas que nadie había imaginado antes, y que solo tú habías intuido y demostrado matemáticamente, supongo que nos podremos ahorrar el viaje a Damasco. Podemos salir inmediatamente para Venecia”. Sin esperar respuesta, le pidió que pusiera las manos sobre sus hombros para recorrer la oscura cueva hacia la salida.

            También afuera estaba empezando a reinar la noche, los cabellos de Elvira adquirían una tonalidad cobriza, por la luz del horizonte a sus espaldas; recogió el resto de lienzos y estacas, con los que había creído que rescataría a su padre e hizo con todo un montón que colocó en la puerta de la cueva; el hato entró en combustión por sí solo: las primeras brasas sin humo fueron tomando intensidad a medida que la luz iba desapareciendo por el horizonte. Zacuto se había convencido también de que bastaba la acción conjunta de los autómatas para probar su teoría, así que le preguntó cómo iban a trasportarlos hasta Venecia, deseoso de iniciar cuanto antes el embalaje. Pero ella no le respondió nada, miraba hacia atrás y hacía allí miro él: veían a Rético, sentado en la semiesfera que flotaba casi a dos palmos del suelo; empezó a ser audible su voz cuando decía “sabed amigos que estas cuevas son dobles y simétricas y que el autómata os ha confundido para que eligieseis como camino de regreso la salida opuesta a la de vuestro mundo.”

            Zacuto miró al firmamento, no pudo reconocer ninguna de las constelaciones y comenzó a llorar tristemente; a Elvira también le brotaban las lagrimas, pues el rescate de su padre se le hacía ya imposible; Rético les señaló el oeste, pidiéndoles que observaran con calma. Unos débiles rayos del sol iluminaron la melena de Elvira, que ahora tomaba reflejos dorados: amanecía por el oeste; lo que ellos habían creído el crepúsculo no era más que la aurora. Sin apenas tiempo de recapacitar sobre el significado de lo que estaba pasando, una polvareda se interpuso entre ellos y el disco solar anaranjado, y casi inmediatamente pudieron distinguir las siluetas de gente a pie y en monturas, seguidas por caballerías con bultos en sus lomos. De súbito, por el camino del aljibe apareció un jinete al galope sobre un caballo blanco. Elvira quedó atónita, no podía creer lo que estaba viendo; se secó las lagrimas con los puños de su camisa para aclarar su visión: el rostro del jinete era el de su padre, que ya descabalgaba y se le acercaba. Se abrazaron y besaron durante largo rato. Luego caminaron juntos, cogidos de la mano, hasta la puerta de la cueva donde Zacuto y Rético habían contemplado en silencio la escena. Elvira los presentó: “este es mi padre Juan de Montalbán, alquimista y constructor de autómatas. Ellos son Zacuto y Rético, matemáticos y astrónomos”. El padre de Elvira tomó la palabra, seguro de lo que les pasaba: “se que estáis contrariados por haber aparecido en un mundo inverso --decía—, pero no debéis preocuparos: es composible con el mundo del que procedemos. Solo tendréis que esperar a que mis libertadores se acerquen y juntos podremos volver a tomar el timón del destino. Ellos, añadió señalando a la gente que se acercaba por el camino del aljibe, son la mayoría hombres y mujeres de los renegados de la Garduña, tullidos, mutilados, vagabundos y ancianos que fingieron ser una compañía circense para liberarme de las cárceles del Dogo de Venecia; ahora yo tengo que darles la libertad a todos ellos. Aquella que se acerca es Ofelia, la mujer de Elías, el lanzador de cuchillos. Ya los iréis conociendo. Con esto dio por concluida la conversación con los dos astrónomos.

            Con un silbido, todas las caballerías se acercaron a la hoguera de los paños de lino, que tenía ahora el aspecto de una fragua a la calda. Ofelia llevaba un cuchillo en cada mano, con los que iba cortando las cabezadas y las cinchas de los caballos, según iban llegando; al liberarse de los bocados y de las cargas manoteaban con las patas delanteras en la hoguera y de un salto se ponían en la puerta del aljibe, donde dos o tres de los renegados los cabalgaban a pelo; cada vez que pasaba esto el caballo galopaba en dirección al disco solar y desaparecía con las personas; el penúltimo cabalgó con Ofelia y Zacuto en la grupa. Juan y Elvira antes de auparse al último caballo abrazaron a Rético, este había decidido quedarse, temeroso de un nuevo desgaste de su ser al perder toda coordenada. Las últimas brasas centellearon con los manotazos del caballo de Montalbán. Elvira le gritaba a Rético desde la grupa: “su padre es el sol y su madre la luna. El viento lo lleva en su vientre; su nodriza es la tierra.” Juan y Elvira desaparecieron en el disco solar.

            Rético se sentó a reflexionar a la sombra del olivo que había detrás de la ermita, inexplicablemente goteaba ahora aceite de sus ramas.

 

 

  

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